viernes, 7 de febrero de 2014

Soñar y pasear

Me fui a la cama a la hora de siempre. Encogí las piernas, doblé la espalda, metí la barbilla en el pecho, me tapé hasta las orejas con el edredón e imaginé que salía de mi cuerpo y viajaba por el aire hasta el centro de la ciudad. La luna iluminaba el ambiente, pero proyectaba también grandes sombras sobre la ciudad; a veces me parecía ver la mía atravesando la terraza de un ático. Reconocía cada edificio, enumeraba sus particularidades, reparaba en los pormenores de las esquinas, nombraba las calles... (Se trata de un ejercicio recomendado por mi médico, para la memoria. Al principio lo hacía por obligación, pero ahora me divierte. Estoy deseando meterme en la cama para salir de excursión).
El caso es que al pasar por encima del tanatorio de la M-30, algo me impulsó a descender. Tras curiosear un poco, me introduje en la cabeza de un cadáver cualquiera y me asomé a través de sus ojos al exterior. Al otro lado de la pecera donde se encontraba mi ataúd vi a una mujer de espaldas, recibiendo el pésame de un hombre cuyo rostro me resultaba vagamente familiar. Tras unos instantes el hombre se retiró y la mujer se dio la vuelta. Iba de negro, con un collar de plata que le traje de México, pues se trataba de mi mujer. La impresión fue demoledora, por lo que volví volando a mi cuerpo y abrí los ojos para comprobar dónde me encontraba realmente. Y me encontraba en el ataúd. Oh, Dios, no puede ser, me dije, pero cierra los ojos, espera unos segundo, vuelve a abrirlos y todo habrá regresado a su ser, como cuando el cerrojo del cuarto de baño funciona a la segunda vez. Lo hice y, en efecto, ahora estaba en la cama. No he vuelto a imaginar que salgo por las noches, aunque sea bueno para la memoria. También dejé de pasear, que según el mismo médico era excelente para el corazón, porque llegaba a sitios donde no debía.

Juan José Millas, Articuentos completos, pp. 383-384.

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