viernes, 15 de febrero de 2013

Recuerdos...

Recuerdos
Para detener lo fugaz, lo instantáneo, hay que fijar la vista en una cosa, mejor cuanto más efímera: una nube que cruza el horizonte, un perro que se aleja, un periódico llevado por el viento, y grabarla en la memoria para poder algún día rescatar a través de ella ese momento. Para detener lo fugaz, lo instantáneo, hay que saber que el azarm-la muerte- es lo único que permanece.

En la lucha de los hombres contra el tiempo -esa lucha denodada e interminable que todos sostenemos sin éxito hasta la muerte- la fotografía se ha revelado más eficaz que la pintura o que la novela. Entrelazando el miedo y la maravilla, lo burdo y lo teatral, la fotografía, al revés que aquéllas, nace de lo cotidiano, de la humildad de la luz, de la anécdota, para hacer lo irreal real y lo fugitivo eterno. Tal vez por eso, las fotografías más verdaderas, las más auténticas, son aquellas que reflejan escenas sin importancia o momentos de la vida intrascendentes. Así lo supieron ver, hace ya muchos años, los primeros fotógrafos, como Cartier-Bresson, cualquiera de cuyas fotos de vagabundos refleja mejor su tiempo que todas las historias y novelas de la época, y así lo entendió también, aunque más modestamente, el autor de esta; seguramente el mismo de todas las anteriores -exceptuando, claro está, la de la escuela-, pero del que, pese a ello, no guardo ningún recuerdo...

Posiblemente ninguno existe, al menos como lo vemos. Los colores, al contrario que las formas, que permanecen siempre inmutables, salvo cuando las moldea el tiempo, se modifican y cambian al contacto con la luz y con los cambias de ánimo del ojo que los refleja. Por eso el cine, que es móvil y, por lo tanto, variable, no mantiene los colores, los reinventa (lo que hace que siempre sean verdaderos), y por eso las fotografías, que pretenden ser la luz y la mirada perpetuas, engañan siempre. Las fotografías, como los recuerdos, cuentan el mundo no como era, sino como fue una vez, y, por lo tanto, cómo podía haber sido de otras muchas maneras.

Fragmento tomado de: J. Llamazarez, Escenas del cine mudo, pp.125-127.

martes, 12 de febrero de 2013

Hay recuerdos...

Son los recuerdos que pertenecen al olvido
Hay recuerdos, como las fotografías, que, cuando los revelamos en la cubeta de la memoria -esa cubeta mágica y secreta que todos ocultamos en el cuarto de atrás de nuestras vidas-, aparecen movidos o velados parcialmente. Son los recuerdos que preceden al olvido. Vemos su imagen, queremos reproducir el tiempo al que pertenecen o su lugar concreto, o lo que para nosotros supusieron en su día, pero, por alguna razón, por más que lo intentamos, no podemos conseguirlo. Por eso nos producen una gran melancolía.

Entre cada recuerdo -como entre cada fotografía-, quedan siempre unas zonas de sombra bajo las que se nos ocultan trozos de nuestra propia vida; trozos de vida a veces tan importantes, o tan significativos, como los que recordamos o como los que viviremos todavía. Son esos cortes en negro que sustituyen en las películas a los fotogramas rotos o quemados por las  máquinas y que hacen que cada vez sea más complicado poder seguirlas. Al final, cuando se repiten mucho, terminan por hacer el relato incomprensible

Fragmentos tomado de: J. Llamazares, Escenas del cine mudo, p. 59.

sábado, 9 de febrero de 2013

Camino al "Norte"


El calor era asfixiante, insoportable; el dolor, como la gota
de agua que martillea la piedra...
El calor era asfixiante, insoportable; el dolor, como la gota de agua que martillea la piedra, minaba sus fuerzas. Tenía hambre, pues hacía más de doce horas que no probaba bocado alguno. Por momentos parecía que iba a desfallecer, cerró los ojos, todo se inundó de color blanco. Las voces de los otros parecían lejanos e incomprensibles ecos. Era como si el tiempo se hubiera suspendido […].
De pronto, el camión se detuvo. Alguien dio golpes a la carrocería donde los llevaban estrujados y dijo: «¡Hemos llegados cabrones. Aquí es el pinche Norte; de aquí pa’delante cada quien se las apaña como pueda!».
Miguel y los otros se bajaron del vehículo. Estaban en medio del desierto. Ese desierto traicionero, devorador de sueños, de ilusiones, de anhelos, de vidas… Y mientras ellos se ubicaban, el camión partió dejándolos solos, en medio de la nada.
La soledad y el pánico le asaltaron a Miguel, y una lágrima comenzó a surcar su mejilla. En su llanto silencioso se expresaba un dolor de vida y muerte. Y en medio de su angustia, pensó en Rosita –como él cariñosamente llamaba a su esposa–, en sus tres pequeños hijos, en sus papás y en sus hermanos. Las imágenes de toda su vida cruzaron su pensamiento en una ráfaga de tiempo.
Mientras esto sucedía, alguien del grupo dijo: «Bueno, ¿y ahora pa’dónde? Tenemos que caminar. No podemos quedarnos aquí, sin hacer nada». Miguel, que estaba sumido en su pensamientos, fue sorprendido por una mano que tocó su hombro.
– Hay que caminar compadre. ¿Es la primera vez que viene p’al Norte verdad?
Miguel, sin decir palabra, asintió con la cabeza. Su voz se le había quedado atorada en la garganta.
– No te preocupes compadre, tu familia estará bien. La primera vez que uno cruza pa’ este lado siempre es duro. Pero hay que luchar pa’ comer y pa’ vestir a los chamacos. ¿De dónde eres?
Miguel, tragando saliva, contestó como si hablara para sí:
– De Irámuco. Soy de Irámuco.
Un escalofrío que recorrió todo su cuerpo sorprendió a Miguel: había dado el primer paso del llamado «sueño americano», recordaba los anhelos que tenía para sus hijos: él quería que estudiaran, que fueran alguien de provecho en la vida. Buscaba darles lo mejor para que tuvieran una vida diferente a como él la había tenido. Quería evitar a toda costa que no les fuera arrebatada la niñez a sus hijos como a él se la arrebataron. Y ahora se encontraba ahí, en medio de la nada.
– Yo me llamo Juan y soy de Crespo, un pueblo de Celaya…. Le dijo su compañero con mucho ánimo, mientras iniciaban el camino.
El entusiasmo con el que conversaba aquel hombre le permitió a Miguel respirar nuevos aires. Recuperar la esperanza, poner los ojos en el horizonte y lanzarce al futuro. Ahora no dejaría que el desierto devorara sus sueños ni su vida. Volteó al cielo, sonrió, se limpió las lágrimas y el sudor de la frente.
El grupo con el que venían ya les adelantaba unos cuantos pasos.